1-KUURUS



 Sin hablar, el hombre tomó veinte piezas de oro, discos de Ar, de doble peso, y se las entregó a Kuurus, de la Casta de los Asesinos, que las depositó en los bolsillos del cinturón. A diferencia de las otras castas, los Asesinos no llevan bolsos.


—Es necesario que se haga justicia —dijo el hombre.

Kuurus no dijo palabra, y se limitó a mirarlo. A menudo, aunque no siempre, hablaban de justicia. Pensó que a esa gente le agradaba hablar de la justicia. Y del derecho. De ese modo se tranquilizaba. Kuurus pensó que la justicia no existía. Sólo existía el oro y el acero.
—¿A quién debo matar? —preguntó Kuurus.
—No lo sé —dijo el hombre.
Kuurus le miró irritado. Sin embargo, tenía en los bolsillos del cinto veinte discos de oro, de doble peso. Tenía que haber más.
—Lo único que conocemos es esto —dijo el hombre, y le entregó un retazo verdoso.
Kuurus estudió el material.
—Es un distintivo —dijo—. Me recuerda las carreras de tarns de Ar.
—Es cierto —dijo el hombre.
En Ar usan esos distintivos quienes apoyan a determinado grupo en las carreras. Hay varios grupos del mismo carácter, que controlan las competencias y compiten entre ellos: Los Verdes, los Rojos, los Dorados, los Amarillos, los Plateados.
—Iré a Ar —dijo Kuurus.
—Si tienes éxito, regresa y recibirás cien piezas de oro.
Kuurus lo miró.
—Si mientes —dijo—, morirás.
—No miento —dijo el hombre.
—¿A quién han matado? —preguntó Kuurus—. ¿A quién debo vengar?
—A un Guerrero —dijo el hombre.
—¿Su nombre? —preguntó Kuurus.
—Tarl Cabot.

Kuurus, de la Casta de los Asesinos, entró por la gran puerta de Ar.
Los guardias no lo detuvieron porque mostraba en la frente la señal de la daga negra.
Durante muchos años no se había visto en Ar la túnica negra de los Asesinos; es decir, desde el sitio de esa ciudad en 10.110 a contar desde su fundación, cuando Marlenus era Ubar; de Pa-Kur, que había sido Maestro de los Asesinos, y del guerrero de Ko-ro-ba, llamado Tarl de Bristol en las canciones.
Durante años el negro de los Asesinos había sido proscrito en la ciudad; Pa-Kur, cuando fue Maestro de los Asesinos, había encabezado una coalición de ciudades tributarias que atacó a la imperial Ar en los tiempos en que habían robado la Piedra del Hogar, y su Ubar tuvo que huir. La ciudad había caído y Pa-Kur, pese a su casta inferior, había aspirado a heredar el manto imperial de Marlenus, se había atrevido a codiciar el trono del Imperio y a colgar de su cuello el medallón de oro de un Ubar, algo que le estaba prohibido a un hombre como él en los mitos de la Contratierra. La horda de Pa-Kur había sido derrotada por una alianza de ciudades libres, dirigida por Ko-ro-ba y Thentis, bajo el mando de Matthew Cabot, de Ko-ro-ba, padre de Tarl de Bristol, y de Kazrak, de Puerto Kar, hermano de armas del mismo guerrero. El propio Tarl de Bristol, desde la cima de Cilindro de la Justicia de Ar, había derrotado a Pa-Kur, Maestro de los Asesinos. Después nunca más volvió a verse el negro de los Asesinos en las calles de la Gloriosa Ar.
Sin embargo, nadie cortó el paso de Kuurus, pues exhibía en su frente el signo de la daga negra.
Cuando un miembro de la Casta de los Asesinos ha recibido su paga y conoce su misión, se aplica ese signo en la frente, de modo que puede entrar en todas las ciudades y nadie se atreve a impedirle su trabajo.
Los hombres que hicieron mucho mal o que tienen enemigos ricos o poderosos tiemblan cuando saben que en su propia ciudad entró un hombre que exhibe la daga en la frente.
Kuurus pasó la gran puerta, y miró a su alrededor.
Una mujer se apartó a un costado, y lo observo atentamente. Un campesino se alejó unos pasos, de modo que la sombra del Asesino no tocara la suya.
Kuurus señaló una fruta depositada sobre una carretilla con ruedas de madera y arrastrada por un pequeño tharlarión cuadrúpedo.
El vendedor depositó la fruta en las manos de Kuurus y se alejó deprisa, evitando la mirada del Asesino.
Con la espalda apoyada sobre los ladrillos de una torre próxima a la entrada, una joven y esbelta esclava lo miraba. En sus ojos se traslucía el miedo. Al parecer, Kuurus era el primero de su especie que ella había visto. Tenía los cabellos oscuros y muy largos, los ojos negros, y la túnica corta sin mangas usual en los esclavos de las ciudades septentrionales de Gor: la túnica era amarilla y mostraba un corte que alcanzaba la cuerda utilizada como cinturón; alrededor del cuello se veía un collar haciendo juego, el acero revestido de esmalte amarillo.
Mientras comía la fruta, Kuurus examinó a la joven. Parecía deseosa de huir, pero los ojos del Asesino la retenían en el lugar. Kuurus escupió algunas semillas que cayeron en el polvo de la calle. Cuando terminó arrojó a los pies de la esclava el corazón de la fruta, y ella lo miró horrorizada. Cuando alzó los ojos, atemorizada, sintió los brazos de Kuurus en el hombro izquierdo.
Él la obligó a volverse, y la empujó hacia un callejón lateral, obligándola a caminar delante.
Llegaron a una taberna que estaba cerca de la gran puerta, un lugar barato y atestado de gente, ruidoso y maloliente; un lugar frecuentado por forasteros y pequeños mercaderes. El Asesino tomó del brazo a la muchacha y la obligó a entrar. Los parroquianos volvieron los ojos hacia ellos. Contra una pared, tres músicos dejaron de tocar. Las esclavas ataviadas con las Sedas del Placer se volvieron y permanecieron inmóviles. Ni siquiera las campanillas sujetas a los tobillos emitieron sonidos. Nadie movió un dedo. Los hombres miraban al Asesino, que a su vez los miró, uno tras otro. Los hombres palidecieron bajo esa mirada. Algunos huyeron de las mesas, no fuese que la marca de la daga negra tuviese algo que ver con ellos.
El Asesino se volvió hacia un hombre de delantal negro, un individuo gordo y sucio que vestía una túnica blanca y dorada, manchada de comida y bebida.
—Collar —dijo el Asesino.
El hombre retiró una llave de una línea de ganchos clavados en la pared.
—Siete —dijo, y arrojó la llave al Asesino.
El Asesino recogió la llave y tomando del brazo a la muchacha la llevó hacia una pared oscura, en un ángulo de la habitación. Ella se movió aturdida, como si estuviera en trance. En sus ojos se leía el temor.
Allí había otras muchachas arrodilladas, y se movieron inquietas, con ruido de cadenas.
Kuurus obligó a la joven de cabellos negros a arrodillarse al lado del séptimo collar, y le cerró éste alrededor del cuello, y giró la llave en la cerradura. De este modo, ella tenía la escasa libertad que le daba medio metro de cadena, unida a un anillo empotrado en la piedra. Después, él la miró. Los ojos de la joven se elevaron temerosos hacia Kuurus. El amarillo de la túnica parecía oscuro en la sombra. Desde el lugar donde estaba arrodillada podía ver las lámparas de aceite en el centro de la taberna, a los hombres y a las jóvenes vestidas de seda que se movían entre las mesas atendiendo a los clientes. En el centro del local, bajo una lámpara, había un cuadrado lleno de arena, donde los hombres podían combatir o las muchachas bailar. Después de la arena y las mesas, una pared alta de unos seis metros de altura, con cuatro niveles, y en cada uno siete pequeñas alcobas divididas por cortinas; las entradas eran circulares, y tenían un diámetro de unos sesenta centímetros. Siete estrechas escaleras, unidas a la pared, permitían llegar a las alcobas.
La joven vio que Kuurus se acercaba a las mesas y se sentaba en una; estaba puesta contra la pared, a la izquierda, de modo que detrás del Asesino quedaba únicamente el muro.
Los hombres que habían estado sentados a esa mesa, o muy cerca, se pusieron de pie en silencio y se alejaron.
Kuurus había dejado la lanza apoyada contra la pared y se había desprendido de escudo, casco y de la espada corta; dejo ésta cerca de la mano derecha, sobre la mesa baja.
Obedeciendo a un gesto del propietario, el hombre de la túnica blanca y dorada, una de las esclavas se acercó deprisa al Asesino y depositó sobre la mesa un cuenco, y con gesto tembloroso vertió el contenido del frasco que colgaba de su antebrazo derecho. Después, con una mirada furtiva a la joven encadenada a un costado de la habitación, la servidora se alejó deprisa.
Kuurus sostuvo con ambas manos el cuenco e inclinó la cabeza. Después, con gesto ceñudo, alzó el cuenco y bebió.
Se limpió la boca con el antebrazo y miró a los músicos.
—Tocad —dijo.
Los tres músicos se inclinaron sobre los instrumentos y un instante después los acordes resonaban nuevamente en la taberna, se reanudaron las conversaciones, la música bárbara, el movimiento de gente, el golpeteo de la vajilla y el sonido de las campanillas sujetas a los tobillos de las esclavas.
Había pasado apenas un cuarto de ahn y los hombres que bebían en la taberna habían olvidado que un individuo tétrico los acompañaba; un hombre que vestía la túnica negra de la Casta de los Asesinos, y que bebía en silencio con ellos. Les bastaba saber que no había venido a buscar a ninguno de los parroquianos, que no era por ellos que exhibía en la frente la daga negra.
Kuurus bebía y los observaba, y su rostro no revelaba ningún sentimiento.
De pronto, una figura pequeña irrumpió por la puerta de la taberna, y rodó por la escalera, mientras profería gritos. Se incorporó deprisa, como un animal pequeño y redondo, un animal de cabeza grande y desordenados cabellos castaños. Tenía un ojo más grande que el otro. Incluso de pie alcanzaba a lo sumo a la cintura de un hombre normal.
—¡No lastiméis a Hup! —exclamó—. ¡No lastiméis a Hup!
—Es Hup el Loco —dijo alguien.
El ser deforme avanzó cojeando y saltando y se escondió detrás del mostrador, donde estaba el hombre de la túnica sucia, ocupado en limpiar un cuenco.
—¡Esconde a Hup! —exclamó—. ¡Esconde a Hup! ¡Por favor, escóndeme!
—¡Sal de aquí, Hup el Loco! —exclamó el hombre, y golpeó al enano con el dorso de la mano.
—¡No! —gritó Hup—. ¡Quieren matar a Hup!
—En la Gloriosa Ar no hay lugar para los mendigos —gruñó uno de los hombres sentados frente a las mesas.
Los harapos de Hup habían correspondido otrora a la Casta de los Alfareros, pero era difícil saber a qué atenerse. Era como si le hubiesen quebrado los huesos de las manos. Era evidente que tenía una pierna más corta que la otra. Hup se restregaba las manos minúsculas y deformes, y miraba ansioso alrededor. Intentó tontamente ocultarse detrás de un grupo de hombres, pero éstos lo arrojaron al centro del cuadrado de arena. Como un animal dominado por el pánico, se arrastró hacia una de las mesas bajas, pero sólo consiguió derramar el líquido de los cuencos y los hombres lo sacaron de allí descargando puñetazos y puntapiés sobre la espalda de la infeliz criatura. Gemía y gritaba, y corría de un lugar a otro. Después, a pesar de las protestas del propietario, pasó sobre el mostrador y se refugió detrás.
Salvo Kuurus, los parroquianos festejaron con risas la escena.
Un momento después cuatro hombres, individuos armados y corpulentos, las túnicas adornadas con rayas azules y amarillas, irrumpieron por la puerta y entraron en la habitación.
—¿Dónde está Hup el Loco? —exclamó el líder, un individuo alto a quien faltaban varios dientes, y que tenía una cicatriz sobre el ojo derecho.
Los hombres comenzaron a buscar por todo el salón.
—¿Dónde está Hup? —volvió a preguntar al propietario el jefe del grupo.
—Habrá que buscarlo —dijo el propietario, e hizo un guiño al jefe de la partida, quien sonrió.
—No —dijo el propietario, y fingió que miraba con mucho cuidado detrás del mostrador—. Me parece que Hup el Loco no está aquí.
—Entonces habrá que buscarlo en otro lugar —respondió el jefe de los hombres, con el aire de quien se siente decepcionado.
—Así parece —dijo el propietario. Pero después de una pausa cruel, exclamó—: ¡No! ¡Esperad! ¡Aquí hay algo! —e inclinándose detrás del mostrador emergió un instante después con un bulto casi animal que era Hup el Loco, una masa que se debatía y gritaba aterrada, y que salió disparada hacia los brazos del jefe de los hombres.
—Caramba —exclamó el hombre—, ¡es él! ¡Es Hup el Loco!
—¡Piedad, amos! —exclamó Hup, que gritaba y se debatía.
Los tres hombres restantes, todos mercenarios, quizás antaño miembros de la Casta de los Guerreros, rieron ante los frenéticos esfuerzos de la minúscula y deforme masa palpitante.
Muchos de los parroquianos se rieron de las dificultades del pequeño loco.
En efecto, Hup era un ser feo; tenía el cuerpo pequeño, pero al mismo tiempo grueso, casi bulboso, y bajo la sucia túnica se adivinaba una protuberancia grotesca. Tenía una pierna más corta que la otra, la cabeza era demasiado grande comparada con el cuerpo, y un ojo era más grande que el otro. Los pies minúsculos trataban de golpear al hombre que lo retenía.
—¿Realmente pensáis matarlo? —preguntó uno de los clientes.
—Esta vez morirá —dijo el hombre que sostenía a Hup—. Se atrevió a pronunciar el nombre de Portus y a pedirle una moneda.
En general, los goreanos no miran con buenos ojos la mendicidad, y algunos la consideran un insulto, un insulto a ellos personalmente y a su ciudad. Cuando es necesario apelar a la caridad, por ejemplo si un hombre no puede trabajar o una mujer está sola, el asunto suele organizarse a través de la casta, y otras veces a través del clan, que no depende directamente de la casta, sino de los vínculos de sangre hasta el quinto grado. Si en efecto uno no tiene casta ni clan, como quizá era el caso del pequeño loco llamado Hup, y no puede trabajar, es probable que su vida sea muy miserable, y que no dure mucho. Más aún, los goreanos se muestran muy sensibles con los nombres, y con las personas que pueden pronunciarlos. Por ejemplo, en general los esclavos no llaman por su nombre a los hombres libres. Kuurus supuso que Portus, sin duda un individuo importante, había sido molestado más de una vez por el pequeño Hup, y ahora había decidido eliminarlo.
El hombre que sostenía con una mano al inquieto Hup lo abofeteó con la otra, y después lo arrojó a uno de sus tres compañeros, que lo maltrató del mismo modo. La gente de la taberna reaccionó con risas cuando el cuerpo del enano voló de un lado al otro, golpeando a veces contra la pared o las mesas. Al fin, sangrando y casi incapaz de gemir, Hup se convirtió en una especie de pelota temblorosa, la cabeza entre las piernas, las manos aferradas a los tobillos. Los cuatro hombres, que habían acabado por reunirse en el cuadrilátero de arena, lo golpearon sin descanso.
Al fin, el hombre corpulento que parecía ser el jefe asió a Hup de los cabellos y lo obligó a levantar la cabeza para mostrar el cuello; sostenía en la mano derecha un cuchillo curvo, pequeño, de hoja gruesa, el cuchillo curvo de Ar, que se utiliza envainado en el deporte del mismo nombre; pero ahora el cuchillo no estaba envainado.
Los ojos del pequeño Hup estaban firmemente cerrados y le temblaba todo el cuerpo.
—¡Mantenedlo sobre la arena! —advirtió el propietario de la taberna.
El jefe de los perseguidores del pequeño Hup se echó a reír y miró a los clientes, pues sabía muy bien que todos esperaban ansiosos el golpe definitivo.
Pero su rostro cobró una expresión diferente cuando miró a los ojos de Kuurus, de la Casta de los Asesinos.
Con la mano izquierda, Kuurus apartó el cuenco de Paga.
Hup abrió los ojos, sorprendido porque aún no había sentido el corte cruel del acero.
También él miró a los ojos de Kuurus, sentado en las sombras, delante de la pared, las piernas cruzadas, el rostro inconmovible.
—¿Eres mendigo? —preguntó Kuurus.
—Sí, amo —dijo Hup.
—¿Obtuviste buenas ganancias hoy? —preguntó Kuurus.
Hup lo miró atemorizado.
—Sí, amo —dijo—. ¡Sí!
—Entonces, tienes dinero —dijo Kuurus, y se puso de pie detrás de la mesa, y al mismo tiempo colgó del hombro la espada corta envainada.
Desesperado, Hup metió una mano pequeña y nudosa en el bolso, y arrojó a Kuurus una moneda, un discotarn, de cobre. Kuurus la recibió y la depositó en uno de los bolsillos de su cinturón.
—No interfieras —rugió el hombre que sostenía el cuchillo.
—Somos cuatro —dijo otro, y llevó la mano a la espada.
—Recibí dinero —dijo Kuurus.
Los clientes y las muchachas comenzaron a alejarse de las mesas.
—Somos Guerreros —dijo otro.
De pronto, una moneda de oro cayó sobre la mesa, frente al Asesino. Todos los ojos se volvieron hacia un hombre regordete, vestido con una túnica de seda azul y amarilla.
—Soy Portus —dijo—. No interfieras, Asesino.
Kuurus recogió la moneda, la palpó y después miró a Portus.
—Ya he recibido dinero —dijo.
Portus contuvo una exclamación.
Los cuatro guerreros se pusieron de pie. Cinco hojas salieron de las vainas con un único sonido. Gimiendo, Hup se arrastró fuera de la arena.
El primer Guerrero se abalanzó sobre el Asesino, pero en la oscuridad del fondo del salón era difícil ver qué ocurría. Nadie oyó el choque de los aceros, pero todos vieron el cuerpo del hombre caído sobre la mesa baja. Después, la forma oscura del Asesino fue como una sombra veloz en la sala, y los tres guerreros saltaron hacia él, pero pareció que no podían encontrarlo, y otro hombre, sin que sintiese siquiera el centelleo del acero, cayó de rodillas y hundió el rostro en la arena. Los dos hombres restantes también atacaron, pero sus armas ni siquiera encontraron las del Asesino, que pareció despreciar la posibilidad de cruzar con ellos el acero; sin el más mínimo ruido el tercer hombre se apartó de la hoja del Asesino, en el rostro una expresión de sorpresa; dio dos pasos y cayó: el cuarto hombre atacó, pero no pudo hallar la sombra que pareció moverse a un costado; y ahora, antes incluso de que el cuarto hombre hubiese caído, la sombra volvió a envainar su arma. Ahora el Asesino recogió la moneda de oro y miró al sorprendido y sudoroso Portus. Después, el Asesino arrojó la moneda a los pies de Hup el Loco.
—Un regalo para Hup el Loco —dijo el Asesino—, un regalo de Portus, que es bondadoso.
Hup se apoderó de la moneda de oro y salió corriendo de la estancia.
Kuurus regresó a su mesa, y se sentó con las piernas cruzadas, como antes. De nuevo la espada corta descansó a su derecha, sobre la mesa. Levantó el cuenco y bebió.
Kuurus no había terminado el contenido del cuenco cuando sintió que alguien se aproximaba. Ahora la mano derecha de Kuurus descansaba sobre el pomo de la espada corta.
El hombre era Portus, pesado y regordete, ataviado con una túnica de seda azul y amarilla. Se aproximó con expresión ansiosa, las manos abiertas y separadas del cuerpo, sonriendo para congraciarse.
Se sentó frente a Kuurus, y en un gesto prudente apoyó las manos sobre las rodillas.
Kuurus no dijo nada pero le observó.
El hombre sonrió, pero Kuurus no le imitó.
—Bienvenido, matador —dijo el hombre, dirigiéndose al Asesino con el término que para esa casta es un título de respeto.
Kuurus no se movió.
—Veo que usas tu tocado especial —dijo el hombre—, la daga.
Kuurus lo examinó, la carne abundante bajo la túnica de seda azul y amarilla. Le llamó la atención la caída de la prenda sobre el brazo derecho del hombre.
La espada corta salió de la vaina.
—Necesito protegerme —dijo el hombre, sonriendo, mientras la hoja de Kuurus se deslizaba en el interior de la manga, apartaba la seda y revelaba la vaina atada al antebrazo.
Sin apartar los ojos del hombre, Kuurus cortó las tiras que sujetaban la vaina al antebrazo, y con un breve movimiento de la hoja envió a cierta distancia la vaina y su daga.
—Opino —dijo el hombre— que es conveniente que los hombres de túnica negra se encuentren nuevamente entre nosotros.
Kuurus asintió, aceptando ese criterio.
—¡Traed bebida! —ordenó imperiosamente el hombre regordete a una de las jóvenes, que se apresuró a obedecer. Después se volvió de nuevo hacia Kuurus y sonrió amablemente—. La situación ha sido difícil en Ar —dijo el hombre— desde el derrocamiento de Kazrak, de Puerto Kar, Administrador de la ciudad, y después del asesinato de Om, el Supremo Iniciado de la ciudad.
Kuurus había oído hablar de estas cosas. Kazrak, que había sido Administrador de la ciudad durante varios años, finalmente había tenido que abandonar el cargo, sobre todo a causa de la agitación de ciertos grupos de los Iniciados y los Mercaderes, que tenían varias quejas contra el Administrador. Kazrak había ofendido a la Casta de los Iniciados principalmente porque había cobrado impuestos sobre las vastas posesiones que esa gente tenía en la ciudad, y en ciertos casos había anulado las decisiones de los Iniciados, imponiendo en cambio los decretos de los tribunales administrativos. Con sus interpretaciones de los sacrificios y sus discursos, principalmente ante un público formado por miembros de las castas inferiores, los Iniciados habían inducido a muchos habitantes de la ciudad a creer que Kazrak no gozaría por mucho tiempo del favor de los Reyes Sacerdotes. Después del asesinato de Om, que había mantenido una relación más o menos buena con el Administrador, el nuevo Iniciado Supremo, Complicius Serenus, mientras estudiaba los presagios del bosko blanco sacrificado en la Fiesta de la Cosecha, con aparente horror había descubierto que se manifestaban contra Kazrak. Otros Iniciados habían querido examinar los presagios, pues eran expertos en la lectura del hígado del bosko, pero, aunque aterrorizado, Complicius Serenus había arrojado el hígado al fuego, presumiblemente con el propósito de que tan siniestros presagios fuesen destruidos inmediatamente. Después, se había desplomado, sollozando, sobre el pilar del sacrificio, pues era bien sabido que había sido gran amigo del Administrador. Podía afirmarse que a partir de ese episodio Kazrak había perdido la confianza de la ciudad, y sobre todo de los miembros de las castas inferiores. Un peligro suplementario estaba representado por las medidas de control que él había adoptado y que limitaban ciertos monopolios importantes para algunos grupos de mercaderes, y sobre todo para los que se ocupaban de la fabricación de ladrillos y la distribución de sal y aceite de tharlarión. Además, había aplicado limitaciones a los juegos y los concursos de Ar, de modo que la pérdida de vidas había llegado a ser infrecuente, incluso entre los esclavos que participaban en los encuentros. Se argüía que los ciudadanos de Ar no podrían conservar su fuerza y su coraje si no se acostumbraban a la visión de la sangre, el peligro y la muerte. Y como Kazrak pertenecía a Puerto Kar, una ciudad que no estaba en buenos términos con Ar, y tampoco con otras ciudades goreanas, en todos estos asuntos se insinuaba un movimiento de sedición. Más aún, Kazrak había sido uno de los jefes de las fuerzas que habían defendido Ar en tiempos de su guerra con Pa-Kur, Maestro de los Asesinos; según los relatos que circulaban por la ciudad, los hombres de Ar solos habían derrotado al invasor; Kazrak parecía un recordatorio vivo de que la Gloriosa Ar otrora había necesitado la ayuda de diferentes ciudades, y de otros hombres, además de los suyos propios.
Si bien únicamente los hombres de casta alta eligen a los miembros del consejo de la ciudad, en dichas decisiones rara vez se ignora la importancia del oro de los mercaderes o la voluntad del pueblo. Así, Kazrak de Puerto Kar, durante algunos años Administrador de Ar, fue derrocado por votación y desterrado de la ciudad, y públicamente se le negó la sal, el pan y el fuego, como le habla ocurrido otrora a Marlenus, que había sido Ubar de Ar. Acompañado por los más fieles, y por la bella Sana de Thentis, su esposa, hacía varios meses que Kazrak había salido de la ciudad. Nadie conocía su paradero; pero se creía que había pretendido fundar una colonia en una de las islas de Thassa, más al norte que Cos y Tyros. El nuevo Administrador de Ar era un hombre llamado Minus Tentius Hinrabian, un hombre sin importancia, con excepción del hecho de que pertenecía a la familia Hinrabian, destacada entre los Constructores, y propietaria de los principales edificios de las grandes canteras amuralladas donde se producen gran parte de los ladrillos de Ar.
—La situación es difícil en Ar —dijo Portus, el hombre regordete después de que se fue Kazrak.
Kuurus nada dijo.
—Ahora impera el desorden —dijo Portus—. Cuando uno sale de noche, incluso en los puentes altos, tiene que ir acompañado por hombres. Después del oscurecer no conviene caminar por las calles sin antorchas ni aceros.
—¿Los Guerreros ya no vigilan las calles? —preguntó Kuurus.
—Hay algunos —dijo Portus—. Pero no bastan. Muchos están comprometidos en las disputas fronterizas en lugares tan lejanos como el Carcio. Más aún, ahora las caravanas de mercaderes reciben nutridas guardias por las cuales nada pagan.
—Seguramente hay muchos guerreros en la ciudad —dijo Kuurus.
—Sí —replicó Portus—, pero hacen poco… Se les paga bien, más del doble de lo que se les pagaba antes, pero pasan las mañanas practicando con las armas, y las tardes y las noches en las tabernas, las salas de juego y los baños de la ciudad.
—¿Hay espadas mercenarias? —preguntó Kuurus.
—Sí —replicó Portus—, y los ricos mercaderes, en las grandes mansiones, las que están en la calle de las Monedas, y en la calle de las Marcas contratan a sus propios hombres —sonrió—. Además —continuó diciendo—, los mercaderes arman e instruyen a grupos de hombres y los alquilan, aplicando tarifas elevadas, a los ciudadanos de ciertos cilindros y calles.
Kuurus levantó su cuenco y bebió.
—¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? —preguntó.
—¿Por quién llevas en la frente la marca de la daga negra? —preguntó discretamente Portus.
Kuurus no contestó.
—Quizá pueda decirte dónde encontrarlo —propuso Portus.
—Lo encontraré —replicó Kuurus.
—Por supuesto —dijo Portus—. Por supuesto. —El hombre corpulento, sentado frente al Asesino, comenzó a sudar, jugueteó con la húmeda seda amarilla y azul que le cubría la rodilla, y después con mano nerviosa llevó el cuenco a los labios, y derramó parte del contenido—. No tuve mala intención —dijo.
—Estás vivo —dijo Kuurus.
—¿Puedo preguntar, matador —inquirió Portus—, si viniste a infligir la primera muerte… o la segunda?
—La segunda —dijo Kuurus.
—¡Ah! —dijo Portus.
—Estoy de caza —dijo Kuurus.
—Por supuesto —dijo Portus.
—He venido a vengar —dijo Kuurus.
Portus sonrió.
—Eso quise decir —afirmó—. Que es bueno que los hombres de túnica negra estén nuevamente entre nosotros, que pueda hacerse justicia, restaurarse el orden y afirmarse el derecho.
Kuurus lo miró, y sus ojos sonreían.
—Existen únicamente el oro y el acero —dijo.
—Por supuesto —se apresuró a aceptar Portus—. Eso es muy cierto.
—¿Por qué viniste a hablarme?
—Estaría dispuesto a contratar una espada como la tuya —dijo Portus.
—Estoy de caza —Kuurus repitió.
—Ar es una gran ciudad —dijo Portus—. Quizá necesites bastante tiempo para encontrar al individuo a quien buscas.
Los ojos de Kuurus parpadearon.
Portus se inclinó hacia delante.
—Y entre tanto —dijo—, podrías ganar mucho. Tengo trabajo para hombres como tú. Y la mayoría del tiempo estarías en libertad de cazar de acuerdo con tus deseos. Las cosas podrían arreglarse para mutuo beneficio.
—¿Quién eres? —preguntó Kuurus.
—Soy Portus —dijo el otro—, Maestro de la Casa de Portus.
Kuurus había oído hablar de la Casa de Portus, una de las principales casas de traficantes de esclavos de la calle de las Marcas. Por supuesto, gracias a la túnica de seda azul y amarilla, sabía que el hombre era un traficante.
—¿Qué temes? —preguntó Kuurus.
—Hay una casa más importante que la mía, o que cualquiera de las que están en la calle de las Marcas.
—¿Temes a esa casa?
—Los miembros de esa casa están cerca del Administrador y del Supremo Iniciado —dijo Portus.
—¿Qué quieres decir?
—El oro de esta casa influye en los Consejos de la ciudad.
—¿El Administrador y el Supremo Iniciado —preguntó Kuurus— deben sus tronos al oro de esa casa?
Portus rió amargamente.
—Sin el oro de esa casa, ¿de qué modo el Administrador y el Supremo Iniciado habrían podido patrocinar las carreras y los juegos que les permitieron conquistar el favor de las castas inferiores?
—Pero las castas inferiores no eligen al Administrador y al Supremo Iniciado —dijo Kuurus—. El Consejo Supremo de la ciudad designa al Administrador, y el Supremo Consejo de los Iniciados de la ciudad elige al Supremo Iniciado.
—Esos consejos —dijo desdeñosamente Portus— conocen bien de qué modo las castas inferiores aúllan en las tribunas. Y en los Consejos Supremos de la ciudad hay muchos que, si tienen que decidir entre el acero del cuchillo y el oro en el bolso, prefieren el oro al acero —Portus guiñó un ojo a Kuurus—. Sólo existen el oro y el acero —dijo.
Kuurus no sonrió.
Portus se apresuró a acercar el cuenco a los labios, y de nuevo derramó parte del líquido; tenía los ojos en el Asesino sentado enfrente.
—¿De dónde obtiene riquezas esta casa, que le permiten imponerse a todas las restantes facciones de Ar?
—Es una casa rica —dijo Portus, y miró alrededor—. Es una casa rica.
—¿Tan rica? —preguntó Kuurus.
—No sé de dónde viene todo el oro… —aclaró Portus—. Mi propia casa ni siquiera podría patrocinar los juegos durante dos días… quebraríamos.
—¿Por qué te interesa esta casa? —preguntó Kuurus.
—Quieren ser los únicos traficantes de esclavos de Ar —murmuró Portus.
Kuurus sonrió.
—Mi casa —dijo Portus— tiene detrás veinte generaciones. Hemos creado, capturado, destruido, canjeado y vendido esclavos durante medio milenio. La Casa de Portus es muy conocida en todo el territorio de Gor —Portus bajó los ojos—. Seis casas de la calle de las Marcas ya fueron compradas o cerraron sus puertas.
—En Ar nunca hubo un monopolio de esclavos —afirmó Kuurus.
—Sin embargo, tal es el deseo de la casa a la cual me refiero —afirmó Portus—. ¿Eso no te ofende? ¿No lo sientes como un ultraje? Incluso desde el punto de vista de la mercancía y los precios, ¿sabes lo que significa? Ahora mismo las casas menos importantes se ven en dificultades para obtener buenos esclavos, y cuando los conseguimos, esa casa rebaja los precios. Este año en Ar poca gente irá a las casas menos importantes para comprar esclavos.
—¿Cómo es posible —preguntó Kuurus— que esta casa de la cual hablas venda siempre tan barato? ¿Quizá el número de esclavos es tan elevado que la ganancia que aporta cada uno es menor?
—He pensado mucho en ello —dijo Portus—, y eso no puede ser la verdadera explicación. Conozco bien este negocio… los costos de información, organización, planeamiento, compra, transporte y seguridad, el problema de la alimentación y la instrucción de los animales, los guardias, los costos de los remates, los impuestos sobre las ventas, las entregas en ciudades lejanas… y el personal de la casa a la que me refiero es numeroso, hábil y está bien pagado… y sus instalaciones no tienen igual en la ciudad. Poseen baños interiores que pueden rivalizar incluso con los estanques oficiales.
Portus asintió, desconcertado.
—No —dijo Portus—, es necesario que tengan suministros de oro distintos del ingreso que obtienen por la mercancía —Portus dibujó con el dedo un círculo alrededor de una mancha de liquido sobre la mesa—. Durante un tiempo pensé que el plan de esa gente era vender perdiendo mucho hasta que las restantes casas de tráfico de esclavos se viesen obligadas a cerrar sus puertas, y después cubrir sus pérdidas con las ganancias que obtendría gracias a la libertad absoluta para fijar los precios. Pero cuando pensé en el oro que les costaba patrocinar los juegos y las carreras destinados a honrar a los hombres que debían convertirse en Administrador y Supremo Iniciado, llegué a la conclusión de que era imposible. Estoy convencido de que la casa de la cual hablo tiene otros suministros de oro distintos del ingreso que obtienen por la mercancía.
Kuurus no habló.
—En esa casa hay otro aspecto extraño que no entiendo —dijo Portus.
—¿Qué es? —preguntó Kuurus.
—El número de mujeres bárbaras que ponen en venta —dijo Portus.
—En Gor siempre hubo mujeres bárbaras —afirmó Kuurus, a quien interesó mucho la afirmación de Portus.
—No un número tan elevado —gruñó Portus. Miró a Kuurus—. ¿Tienes idea de lo que cuesta adquirir una bárbara que viene de un territorio que se extiende allende las ciudades… sabes cuáles son las distancias? Normalmente es posible traer sólo una por vez, utilizando el tarn. Una caravana de esclavas comunes necesitaría un año para viajar al territorio que está detrás de las ciudades y regresar.
—Un centenar de tarnsmanes bien organizados —dijo Kuurus— podría atacar las aldeas bárbaras, apoderarse de cien mujeres y regresar en veinte días.
—Es cierto —dijo Portus—, pero esas incursiones generalmente se realizan en los cilindros de determinadas ciudades… las distancias allende las ciudades son grandes, y los precios pagados por las sencillas jóvenes bárbaras son menores.
Kuurus se encogió de hombros.
—Más aún —dijo Portus—, éstas no son bárbaras vulgares.
Kuurus alzó los ojos.
—Pocas conocen siquiera unas palabras de goreano —dijo—. Y se comportan extrañamente, ruegan y gimen y lloran. Se diría que jamás vieron un collar o cadenas de esclavos. Son bellas, pero estúpidas. Lo único que entienden es el látigo —Portus apartó los ojos, disgustado—. Los hombres incluso acuden a ver los remates por mera curiosidad, pues las mujeres permanecen inmóviles, mudas, sin gritar ni luchar, o bien lloran y murmuran en su lengua bárbara —Portus levantó la vista—. Pero el látigo les enseña obediencia, y así terminan por obedecer, y algunas obtienen buenos precios… a pesar de que son bárbaras.
—Entiendo —dijo Kuurus— que deseas alquilar mi espada, de modo que puedas protegerte de los hombres y los planes de la casa acerca de la cual me hablas.
—Es cierto —dijo Portus—. Cuando el oro no sirve, sólo el acero puede oponerse al acero.
—Dices que esta casa es la más rica e importante, la más poderosa de la calle de las Marcas.
—Sí —confirmó Portus.
—¿Cómo se llama esa casa? —preguntó Kuurus.
—La Casa de Cernus —contestó Portus.
—Permitiré que mi espada sea alquilada —dijo Kuurus.
—¡Excelente! —exclamó Portus, las manos sobre la mesa, los ojos brillantes—. ¡Excelente!
—Por la Casa de Cernus —dijo el Asesino.
Portus lo miró con asombro, y le tembló el cuerpo. Con movimientos inseguros se puso de pie y retrocedió dos o tres pasos, meneando la cabeza; finalmente, se volvió y tropezó con una de las mesas bajas, y huyó de la taberna.
Después que terminó su bebida, Kuurus se puso de pie y se acercó al rincón en sombras de la sala, donde la pared caía en pendiente. Miró a los ojos a la joven de la túnica amarilla, arrodillada allí. Después introdujo la llave en la cerradura del collar siete y liberó a la muchacha. La obligó a incorporarse y caminar adelante, y se acercó al mostrador, donde esperaba el hombre de la sucia túnica blanca y dorada. Kuurus le arrojó la llave.
—Usa el veintisiete —dijo el hombre.
Kuurus obligó a la joven a caminar adelante; ella obedeció, como aturdida, y cruzó la sala pasando entre las mesas, y al final se detuvo frente a la estrecha escala puesta sobre el costado derecho del alto muro; la escala conducía a las alcobas. Sin hablar, con movimientos tiesos, la joven trepó la escala y se introdujo en la minúscula alcoba marcada con el equivalente goreano de veintisiete. La siguió Kuurus, que una vez dentro corrió las cortinas.
La alcoba, con sus paredes curvas, tenía sólo un metro veinte de altura y un metro cincuenta de ancho. Estaba iluminada por una lamparita puesta en un nicho del muro. Estaba forrada de seda roja, y tenía el suelo cubierto por pieles y almohadones; las pieles formaban una alfombra espesa.
En la alcoba, la conducta de la joven cambió, y de pronto se acostó sobre las pieles y alzó una rodilla. Miró con picardía al hombre.
—Ahora comprendo —dijo— por qué las mujeres libres nunca entran en las tabernas.
—¿Te agrada este lugar? —preguntó Kuurus.
—Bien —dijo ella, con los ojos bajos—, aquí una joven se siente… en fin…
—Exactamente —concordó Kuurus—. Veo que tendré que traerte a menudo.
—Tal vez sea agradable, amo.
Él manipuló el collar que ella llevaba sujeto a la garganta, un objeto de esmalte amarillo sobre acero. Exhibía la leyenda “Soy propiedad de la Casa de Cernus”.
—Me gustaría —dijo él— retirar el collar.
—Lamentablemente —contestó la muchacha—, la llave está en la Casa de Cernus.
—Elizabeth, estás haciendo algo peligroso —afirmó Kuurus.
—Será mejor que me llames Vella —dijo la joven—, porque por ese nombre me conocen en la Casa de Cernus.
El hombre la abrazó, y la joven lo besó.
—Tarl Cabot —dijo la muchacha—, te he echado de menos.
—Y yo a ti —le dije y la besé.
—Debemos hablar de nuestro trabajo —murmuré—, de nuestros planes y metas, y del modo de realizarlos.
—Los asuntos de los Reyes Sacerdotes, y cosas por el estilo —dijo la joven—, sin duda son menos importantes que nuestras actividades actuales.
Yo murmuré algo, pero ella no quiso oírme; y de pronto, cuando la sentí en mis brazos, me eché a reír y la apreté contra mi cuerpo. Busqué sus labios y en el próximo ahn permanecimos en silencio, sólo interrumpido por nuestra respiración y por sus gemidos y exclamaciones ahogadas.

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